Me aventuraría a decir que en la actualidad es requisito sine qua non un pronunciamiento, más o
menos extenso, acerca del fenómeno de la corrupción en cualquier discurso que
se preste sobre la Administración Pública.
Muchas son las veces en las que oímos que alguien es
acusado de ser corrupto. Incluso no son pocas las veces en las que dicha
acusación proviene de nuestra propia voz. Pero, ¿sabemos realmente que es “ser
corrupto”?
La respuesta que nuestro Código Penal ofrece a dicha
pregunta no da cabida a las múltiples situaciones en las que la corrupción juega
un papel determinante.
En síntesis, se trataría de aquellas situaciones en las
que la autoridad o el funcionario público recibiere
o solicitare dávida, favor o retribución,
influyere
en otro funcionario público o autoridad así como aquel quien sustrajere los caudales que tenga a su cargo, todo ello, y es aquí donde radica la esencia
de este fenómeno, con el objetivo de generar
directa o indirectamente un beneficio económico para sí o para un tercero.
El legislador entiende que para encontrarnos ante un
supuesto de corrupción, la conducta realizada por el individuo ha de estar
motivada, a grandes rasgos y, en última instancia, por el ánimo de lucro. Es
decir, la gravedad de este fenómeno radica no en la conducta fáctica en sí,
sino en el elemento intencional que motiva su llevada a cabo siendo, por tanto,
secundario que tal finalidad se consiga o no.
Pero ¿cómo ha de medirse tal intención fraudulenta? Pues, ¿No es igual de corrupto aquel quien
lleva a cabo la conducta fraudulenta y aquel que, aun no habiéndola realizado,
lo haría de encontrarse en la situación, movidos ambos por el enriquecimiento
propio?
Nuestro legislador únicamente se detiene y preocupa en
“castigar” al primero de estos dos individuos aun cuando ambos son sujetos
corrompidos por el interés propio. La diferencia entre uno y otro es que,
mientras el primero de ellos ha dañado a la sociedad con su conducta el segundo
es, a día de hoy, un potencial factor dañino a la misma.
Llegados a este punto aquel lector minucioso y atento
habrá atisbado la idea última con la que esta reflexión ha sido escrita:
destacar la limitación del Derecho como instrumento único estructurador de las
sociedades.
Efectivamente, hay una realidad que ni el más completo
compendio legal podrá nunca controlar, el ser humano.
Y es que hay un aspecto que con frecuencia se nos olvida:
estamos tratando con personas humanas y aunque la sociedad y sus reglas juegan
un papel esencial en el desarrollo de las mismas, hay una porción del
comportamiento humano que responde a sus más íntimos pensamientos y
motivaciones personales.
El discernir entre el bien y el mal es el más interno de los
procesos que el individuo lleva a cabo. En este proceso de deliberación habrá,
por supuesto, conductas consideradas
como “buenas” por el sujeto, y a la vez, tenidas como legales en la sociedad. Pero
ello no ha de ser siempre así y, de hecho, la realidad de nuestro país nos
confirma que tal situación es una clara excepción de la regla general. Y ello
es, “sencillamente” debido a que el juego
entre el bien y el mal y aquel entre lo legal y lo ilegal no irán nunca de la
mano. No son realidades idénticas sino paralelas, y como tales, nunca llegarán a
compartir un inmutable punto de conexión.
El fuero de cada uno determinará, en última instancia, que
es aquello que está bien y aquello que está mal. La ley, en paralelo,
determinará aquellas conductas legales y aquellas ilegales.
¿El ideal? Por su puesto, aquella sociedad en la que lo
que cada individuo encuentra como bueno es legal, y, en contra, todo aquello
tipificado como ilegal es considerado como malo por los individuos. Pero ello,
ni el más prestigioso jurista, ni el más estudioso de las ciencias
jurídicas podrá nunca conseguirlo.
El Derecho y la Ética son las dos piernas de un mismo cuerpo,
el cual, de faltar una, cojearía. Los cimientos de la Sociedad Moderna se
tambalean, “cojean” a día de hoy y ello
no es debido a la ausencia de controles externos, de reglas que establezcan las
consecuencias que aquellas conductas corruptas tendrán, sino al fracaso en el proceso de interiorización, de arraigo,
de tales reglas en las personas.
No mal interpreten la intencionalidad de este texto pues no
es otra que la de recordar que el Derecho no es una herramienta “omnipoderosa”,
que tampoco ineficaz, sino que necesita
del compromiso real de todos y cada uno
de nosotros para la lucha contra la corrupción. La más clara manifestación de ello es el Código
Penal el cual, por muy detallado y muy cuidadoso que sea a la hora de tipificar
la conducta corrupta, nunca llegará a controlar, fracasará en su intento de tipificar
como delictivo la intencionalidad última que mueva a los individuos.
Sirvan estas palabras como llamamiento urgente a la conciencia
humana para que seamos capaces de desarrollar en nosotros el sentido del deber
que nos lleve a actuar con diligencia y honestidad.
En definitiva, en la búsqueda de una solución a este problema no debemos perdernos en divagar
sobre complicados tecnicismos legales o discutir sobre complejas teorías éticas
y del hombre, ello será secundario, pues la solución radica en las manos de
esta humilde escritora y en las tuyas lector; únicamente se necesita mi sincero
compromiso y el tuyo en la lucha contra la corrupción.
Reflexión realizada por: Belén Hernández Laserna.