Por Gloria Ruiz Arce
Numerosos y cada vez más comunes son los casos de corrupción
a los que nos enfrentamos en el día a día. Nos rodean por todas partes y cada
vez son más las personas que nos sorprenden inmersas en uno de estos casos.
Colores políticos, todos. Ámbitos, los más dispersos.
Con todo ello, podemos decir con razón que no nos podemos
fiar ni de nuestra propia sombra. Pero esto tiene que tener un origen y unos antecedentes.
Estamos educados en una sociedad donde lo más importante es
llegar lejos sea cual sea la forma de hacerlo, donde las etapas intermedias no
importan, donde el fin parece que justifica los medios y donde lo normal es “tu
hazlo, mientras no te pillen…”. Vivimos rodeado de avaricia, ansiamos el poder,
el reconocimiento y solo nos sentimos plenos cuando conseguimos saciar nuestras
carencias materiales. Pues este sentir general, como cualquier otro, también se
traslada a la esfera de la función pública. No podemos pensar que, hoy en día,
una persona que quiera estar al servicio de la sociedad no sea para ayudar al
ajeno, para fomentar el bien común o porque realmente tenga una vocación de
servicio público. Si hoy las personas quieren introducirse en esta esfera es
por motivos que se desvinculan completamente de los que deberían de tener.
Para que todo ello se solucione, tendremos que empezar por
inculcar el sentido de la ética desde el principio, haciendo entender a las
personas el valor de la función pública, y que si el día de mañana se quieren
dedicar a ella, tendrán que conocer lo que realmente significa eso.
En definitiva, las infraestructuras éticas deben ser más
eficaces, deben entenderse necesarias en todo momento, porque solo a través de
ellas podremos acabar con lo demás, porque “muerto el perro se acabó la rabia”.
Gloria Ruiz Arce (desde correo de Blanca Sánchez Delgado)
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