Con ocasión del estudio de la cuarta lección
relativa a los aspectos éticos en la función pública, pudimos contemplar que
los principios básicos de la ética pública eran: diligencia y honestidad,
conciencia, madurez de juicio, responsabilidad y sentido del deber.
La quiebra de estos principios, una actuación de los
servidores públicos en la que no se aprecie estos elementos, traen consigo la
corrupción. Es en este aspecto donde me centraré y expondré algunos factores
que, a mi entender, contribuirían de forma decisiva a acabar con este
comportamiento tan censurable.
La crisis que azota al país ha sido definida por
muchos no solo como una crisis económica sino también de valores. La situación
de precariedad en la que nos encontramos los españoles (ahora dicen que menos) ha servido también para que afloren los
mayores escándalos de corrupción de todo el periodo democrático. No es raro
levantarnos con noticias relativas al caso de los ``ERE´´, Bárcenas, Gurtel
etc. Por si fuera poco, el poder judicial tampoco se ha visto exento de este
tipo de escándalos, inhabilitaciones como la de los jueces Baltasar Garzón o
Elpidio Silva están a la orden del día. En definitiva, España vive tiempos
convulsos en los que la corrupción y otros delitos contra el orden
socioeconómico y la Hacienda Pública se han extendido por todos los poderes del
Estado como si de un mal endémico se tratase.
Pero, ¿A qué se debe este afloramiento de la
corrupción? ¿Se trata de un fenómeno reciente? Aunque considero que este tipo
de cuestiones no pueden ser contestadas con precisión, intentaré aproximarme a
una posible respuesta.
En mi opinión, el principal motivo es sin duda la
educación o, mejor dicho, la falta de ella.
Los españoles
hemos sido víctimas de constantes leyes de educación que han servido para poco
más que reflejar los ideales del partido en el poder, siempre más preocupados
de hacer imperar su ideología que de inculcar la correcta formación y
aprendizaje de los estudiantes.
De este modo y enlazando con el tema que nos ocupa,
el resultado de una mala educación, se materializa en nuestra posterior
actuación profesional, en la que posiblemente acabemos exteriorizando
comportamientos que poco se ajusten a los principios éticos públicos, algo así como el árbol que crece torcido,
que jamás volverá a enderezarse.
Así, cuando los ciudadanos culpamos a la clase
política, a los jueces, a los directores bancarios de actos negligentes,
olvidamos que éstos no conforman una estirpe o clase diferenciada del resto de
la sociedad, sino que solo son personas que han tenido la oportunidad de ocupar
un puesto de responsabilidad y poner en práctica sus valores. Con esto quiero decir,
que no se puede hablar de clase política corrupta, sino de sociedad
corrompida.
Para cambiar esta situación, no existe una solución
rápida y eficaz. Se trata de trazar una estrategia, un plan de actuación que,
con el transcurso del tiempo y mucho esfuerzo acabe surtiendo efecto y cuyos
resultados se reflejen en un desempeño de los servidores públicos mucho más
diligente y responsable.
De nada sirve modificar el Código Penal (siempre ha de ser aplicado como Ultima
Ratio) endureciendo las penas relativas a estos delitos, pues aunque en un
principio pueda tener efecto disuasorio, el problema de fondo no quedará
erradicado.
Por tanto y a
modo de conclusión, debemos evitar políticas efectistas y apostar por políticas
activas y fijadas a largo plazo junto con la promulgación de una ley
educacional definitiva dictada con el consenso de toda la sociedad y en la que
se promuevan y consoliden unos valores éticos adecuados. También sería
importante para la consecución de este fin, una mayor transparencia en el
ejercicio de las funciones de los
organismos públicos y una mejora de los sistemas de control que garanticen el
buen hacer de las administraciones en aras de un buen servicio público.
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